Historias y Leyendas

REMINISCENCIAS DE BUGA1

Por Amado Gutiérrez Velásquez

Comúnmente los estudios históricos se realizan siguiendo la parábola vital de los grandes conquistadores, libertadores, gobernantes o legisladores, es decir, de aquellas figuras cimeras que amojonan con sus obras el discurrir del hombre sobre la tierra. Así, Alejandro, César, Napoleón, Bolívar, etc. Otras veces se considera toda una época o un excepcional acontecimiento social, político, religioso o económico, para determinar y analizar sus causas o antecedentes y concluir estableciendo el alcance de las transformaciones que produjo en la vida de los pueblos. Tales el renacimiento, la Reforma, la Revolución Francesa, la Revolución Bolchevique.

En cambio, pocas veces se ocupan aquellos del común discurrir de las comunidades, de los sencillos acaeceres lugareños, que también contribuyen, sin duda, a definir la fisonomía social y la idiosincrasia de las gentes de una ciudad o región. Tal vez porque son el producto espontáneo del accionar cotidiano de individuos o grupos, cuyo recuerdo se pierde con el paso de los años, como si solo la guerra y sus actores merecían quedar consignados en las páginas de la Historia.

Hoy nos vamos a apartar de ese criterio, para que rememoremos algunos aspectos y situaciones del pasado de la ciudad, fáciles de esclarecer con la consulta de su abundante archivo histórico, confiado en buena hora al cuidado del Centro de Historia Leonardo Tascón.

Comencemos señalando como las vías públicas de la Buga antañona de principios de siglo no estaban determinadas en la forma que ahora lo están, o sea, con numeración métrica de oriente a occidente y de sur a norte. Eran nombres de próceres, de Repúblicos y sabios, así como fastos históricos y hasta denominaciones consagradas por la costumbre, los que permitían identificar las calles y carreras, así:

Calle del 20 de Julio, la actual carrera 15 entre calles 8 y 9;

Calle 7 de Agosto, la calle 8 entre carreras 15 y 16;

Calle de Bolívar, la calle 6 con carreras 10 a 12;

Calle de Nariño, toda la carrera 12 desde el puente hasta la calle 7;

Calle del Comercio, la carrera 13 entre calles 5 y 7;

Calle de San Francisco, la Calle 5 desde la Iglesia consagrada al Santo de Asís hasta el lugar que actualmente ocupa el Batallón Palacé;

Calle del Colegio, la carrera 13 entre calles 5 y 6;

Calle del Empedrado, la carrera 14 entre calles 4 y 6;

Calle de la Ermita, la carrera 14 entre calles 3 y4;

Calle de  los Zapateros, la calle 9 entre carreras 12 y 13;

El Camino Real, toda la carrera 8;

Calle Miguel López Muños, la avenida que extiende desde el puente de la carrera 12 sobre el Río Guadalajara hasta el Acueducto;

Calle de los Coches, la calle 7 entre carreras 10 a 13;

Calle del Hoyo, la calle 10 entre carreras 10 y 11;

Calle de la Capuchina, la carrera 14 desde la calle 12 hasta el barrio del Divino Niño;

Calle de Balboa, la calle 3 de oriente a occidente;

Calle de Ricaurte, la carrera 16 en toda su extensión de sur a norte;

Camellón o Calle de Antioquia, la carrera 9 entre calles 1 a 7.

Y muchas más, que figuraban como calles de Bolívar, de Santander, de Rovira, de Girardot, de Ortega, de Calibío, de Colón, de Córdoba, de Baraya, de Tacines, de Rivas, de Palacé, de El Reflejo, etc. Esas denominaciones aparecían grabadas en bajo relieve en tablas de pino, con pintura negra. En 1904 el Cabildo Municipal resolvió adoptar la nomenclatura numérica aduciendo, entre otros considerandos…” Que el antiguo sistema de designar las calles con nombres célebres tiene graves inconvenientes, con especialidad para los forasteros…”, no atendiendo al hecho de que entonces, y aún hoy, muchas ciudades tanto del Viejo como del Nuevo Mundo conservan las tradicionales nominaciones de sus vías públicas. Así sucede en Medellín y Cartagena, entre nosotros; en Buenos Aires y Madrid, allende las fronteras.

Valdría la pena que se combinaran los dos sistemas, colocando al lado de la actual señalización el nombre que antes se daba a las vías urbanas, sin que ellos sea óbice para que, como es usual, se sigan daño direcciones bugueñas: por señas.

También es de interés que recordemos el origen del nombre de los más tradicionales barrios de la ciudad, provenientes tales nominaciones de templos religiosos, de acontecimientos militares o políticos y, aún de simples leyendas.

Barrio El Molino:

Debe su nombre al de la Hacienda localizada al oriente de la ciudad, donde se encuentran las instalaciones del Batallón Palacé. En la antigua casa del predio funcionó un molino de trigo; antes la habían ocupado, como pequeño convento, religiosas de la Comunidad de Santa Rosa. A mediados del siglo XIX ese sector pasó a ser conocido como Barrio San Agustín, aproximándose a un mil quinientos sus habitantes, según censo realizado en campaña contra la epidemia de viruela. Era, pues, el más poblado de la ciudad, estando construidas las casas sobre amplios lotes, que en buena parte quedaba de solar, donde se acostumbraba levantar cerdos y vacunos para el aprovisionamiento de las necesidades locales. Vuelve el Barrio a su antiguo nombre en 1860, cuando el Cabildo demarca allí un lugar para los regocijos y fiestas populares, como las de San Pedro y San Juan, las riñas de gallos, las representaciones teatrales, y para ubicar una pila que permitiera a los vecinos proveerse de agua. Dicho lugar comenzó a denominarse Plaza de la Revolución a raíz del combate del Derrumbado (22 de febrero de 1860). Ocurrió que las fuerzas del General Pedro Pablo Prias, derrotadas en la acción de armas, se recogieron en ese sitio, siendo atacadas desde la Loma de Cruz. Trabado nuevo combate con saldo de varios muertos, logró salvarse el Gral. Prias con algunos de sus hombres, huyendo por las laderas del actual barrio Altobonito y cruzando el río hacia el sur. Durante la guerra de los Mil Días tuvo lugar en esa plaza un sangriento enfrentamiento de vecinos. Peleaban Miguel Rojas y un individuo de apellidos Soto López; la reyerta tomó cuerpo al agregarse amigos de lado y lado, terminando el combate con saldo de ocho muertos y veinte heridos, algunos de suma gravedad. Se cuenta de alguien a quien abrieron el abdomen de tremendo machetazo, con eventración de vísceras. Fue llevado al naciente hospital “San José”, donde en admirada proeza médica los doctores Leonardo Tascón y Ángel Cuadros lograron salvarle la vida. Es de agregar que por un costado la plaza era bordeada por la carretera o avenida llamada Circunvalación. Los terrenos ubicados a ambos lados de esa proyectada vía pública fueron objeto de distribución por parte del Cabildo Municipal, que mediante acuerdo de 11 de octubre de 1926 dispuso entregarlos como ejidos. En el artículo 9º del acuerdo, cuyo proyecto presento al Concejo el Doctor Rafael Renjifo O., se dispuso que la aludida plaza”… se denominará Plaza de la Revolución, como consagración al espíritu reformador que sembró en el ánimo de esta nación las ideas de su emancipación política, que mantiene vivo el reclamo de la justicia y del derechos…etc.”

Detrás del barrio El Molino se encuentra la llamada Loma de la Cruz, donde el 3 de mayo de 1941 se inauguró la cruz que desde entonces cuida la ciudad por el oriente. Promovieron la construcción de ese monumento don José María Bejarano Domínguez, en su calidad de Personero Municipal, y una junta constituida al efecto, reemplazando anteriores cruces erigidas en madera y que desaparecían pronto por la acción de los fenómenos meteorológicos.

Barrio La Merced:

También muy antiguo. Debe su nombre a la Capilla que allí se construyó en el siglo XVII en homenaje a esa advocación de la Madre de Dios. La hermosa edificación se vino a tierra cuando el terremoto de 1766, siendo reconstruida por una familia del vecindario de apellido Torres. A esa segunda capilla pasaron los óleos, puertas y ornamentos de la antigua Ermita, cuando se la demolió. Detrás del templo se levantó una casa destina a leprocomio, que para 1890 se pensó utilizar como sede del naciente hospital “San José”, proyecto desistido en razón de las deplorables condiciones higiénicas de un terreno adyacente, asiento de matadero de vacunos y cerdo que funcionaba a orillas del río. Los huesos y restos arrojados allí sin ningún cuidado atraían innumerables gallinazos, pudiendo ser tal la razón para que a dicho sitio se le conociera durante muchos años como “El Gallinazal”.

Otros estiman que le motivo de ese nombre fue bien distinto, Que en la antigua casa de los Echandía, que es la ubicada en la esquina de la carrera 17 con calle 3, diagonal a la iglesia de la Merced, sesionó durante muchos años el cabildo Municipal, cuyos miembros de riguroso saco leva se asomaban a los balcones, circunstancia que llevó a denominar de aquel modo ese lugar, en son de burla.

Las festividades del barrio fueron famosas por lo concurridas y animadas, particularmente la celebración de la novena de la Patrona y la de aguinaldos. Detrás de la capilla se realizaban las corridas de toros, a las que asistían numerosos aficionados de la ciudad y municipios vecinos.

Barrio Santa Bárbara:

Tomó su nombre de sencilla capilla levantada en ese lugar en 1790 por una familia de apellido Escobar. Se decía que era un voto de agradecimiento a la Santa, por haber salvado la vida a un joven a cuyos pies cayó una descarga eléctrica, sin que él sufriera la menor lastimadura. La imagen de ls Santa fue pedida a Quito y llegó en 1792, dando lugar a grandes regocijos en la ciudad. La Capilla fue construida donde cayó la centella, debiendo ser demolida la casa de la familia donante y otra vecina, adquirida por los Escobares a sus expensas. El Cabildo en 1884 dispuso la compra de los predios de enfrente para construir una plaza, que en honor de los héroes de San Juanito se inauguró en 1900 con el nombre de Plaza de la Victoria. En 1910 se ornamentó el lugar con dos leones de barro quemado, construidos por partes, por los vecinos Julio y Jesús Rayo, para que cupieran en el horno del galpón de Don Miguel Ángel Vivas. Costó cada uno veinte pesos oro y fueron diseñados por el ingeniero Néstor Romero, siguiendo el modelo elaborado cuando se proyectó construir en la Plaza de Cabal una nueva iglesia para el Señor de Los Milagros.

Barrio La Capuchina:

Hoy denominado Sucre o Divino Niño. También comprendía el territorio del actual barrio María Luisa de la Espada. En el siglo pasado el barrio La Capuchina era apenas pequeña agrupación de casas, entre las que se destacaba una muy antigua y grande, situada en la esquina enfrente de la iglesia. Allí vivía una dama que ya vieja y enferma salía en las noches a implorar la caridad, llevando un caballo de cabestro. Vestía túnica color café, con capucha para proteger la cabeza porque era calva. Se decía entonces que dicha mujer estaba leprosa y por ello se le temía, aunque los muchachos la molestaban y terminaron llamándola “La Capuchina”. La casa en mención fue quemada por orden del Cabildo.

Barrio María Luisa de la Espada:

Su nombre proviene de una dama nacida en esta ciudad en 1595. Hija de don Alonso García de la Espada, de quien heredó enorme fortuna, contrajo matrimonio a los 14 años con don Diego Lasso de la Vega, primer Alférez Real de Buga, de quien quedó viuda y sin hijos a los 20 años de edad. Casó en segundas nupcias con el Capitán Benito López Mellado, hidalgo español con procreó seis hijos. Fue dueña del fuerte de su nombre, ubicado en el Páramo de Chinche, de las tierras del bajo Calima y de los predios del norte de la ciudad, que a su muerte dejó para ser repartidos a los pobres de Buga. Poseyó también encomiendas de indios, entre ellas la de “Chancos”; montó una fábrica de jabón de la tierra, de tan excelente calidad que se decía lo exportaban a España. En Cartagena compró Doña María Luisa, hacia 1640 muchas piezas de esclavos, que traía a la ciudad para servicio de su casa y fincas. Presenció y firmó como testigo el milagro de la imagen del Cristo, cuando fue quemada y sudó a los tres días, habiendo ella, al igual que muchas personas otras personas, recogida esa exudación en algodones que después se utilizaban con efectos curativos. Fue a vivir al fuerte de Chinche e inicialmente recibida con admiración y cariño por los aborígenes, tal vez deslumbrados por su hermosa figura. Pero a raíz de haberle cortado el cabello a una india joven a manera de castigo, los hermanos de raza de ésta trataron de darle muerte, debiendo huir  dejando ese inmueble abandonado. Recogida nuevamente en su casa de la ciudad, ubicada en las vecindades de la iglesia parroquial –donde ahora se encuentra el Café Canaima- murió a los 75 años dejando una larga historia de valor y generosidad.

Barrio San Antonio:

Debe su nombre a la iglesia construida en ese sector en 1850, como pequeño oratorio. En 1900 se decidió ampliarlo ante las necesidades de la creciente población. El Cabildo auxilió al barrio con una Pila, para que sus habitantes no tuvieran que movilizarse a mayores distancias en busaca de agua.

Completamos esta remembranza con algunas notas que estimamos de interés, siendo buena la oportunidad para expresar que el Centro de Historia recibirá con gratitud cualquier información que, debidamente acreditada se le suministre del pasado de Buga. Ese material será seleccionado para su publicación.

1 BUGA LA REAL, Boletín de divulgación del Centro de Historia "Leonardo Tascon", Edición Bodas de Plata. Vol 1 Nº5 Noviembre 11 de 1987.

 

LEYENDAS2

EL DUENDE PELUQUERO

En las márgenes occidentales del caudaloso Cauca al pie de las escarpadas faldas que forman la base de la gran ramificación andina que levanta sus agudos perfiles hasta las nubes y envía al Océano Pacífico las aguas abundantes de la vertiente del Oeste, divisa desde lejos el viajero las casas cubiertas de teja y rodeadas de árboles y cercados que constituyen la habitación del G, una de las más valiosas haciendas de la comarca comprendida entre Cali y Yotoco, en las aproximaciones del poderoso contrafuerte de la serranía que lleva el nombre de vuelta de Vijes.

Allí ocurrió hace poco menos de quince o veinte años un suceso raro, de cuya autenticidad responden personas serias y veraces. He aquí los hechos.

Como necesitase la señora esposa del propietario de la hacienda del G. una sirvienta joven que atendiese al cuidado de los niños y al propio tiempo, aplanchase la ropa blanca e hiciese otros menesteres de interior, una amiga, la envió de la ciudad de Buga una muchacha llamada María Josefa, habilísima en el desempeño de los quehaceres domésticos, muy virtuosa y, lo que no perjudica, de agraciadísimo rostro, pues la tez de un moreno acanelado, y los ojos, grandes brillantes y negros como chambimbes húmedo, prevenían desde luego en favor de ella. Sobre todo, el pelo de María Josefa, era una maravilla de suavidad, profusión y negrura.

La muchacha fue muy bien recibida en la casa, y en poco días se ganó la voluntad de todos con aquel modito agradable y humilde y la dulce manera de tratar los niños, cosa que como es natural, encantó a la señora. Así paso algún tiempo, y las cosas marchaban muy bien, tanto que el mayordomo de la hacienda, mulato apuesto y honrado, pensaba seriamente en casarse con María Josefa, pues no de un modo impune se había puesto bajo los fuegos de las miradas de la belleza mestiza, cuando he aquí que empezaron a verificarse los hechos más extraordinarios que puede suponerse: María Josefa dormía al lado de las niñas, en una pieza inmediata al dormitorio de la madre del dueño de la hacienda. Una noche, serán las doce, cuando de improviso se oyó el incesante ladrar de los perros, mugieron los ganados, se alborotaron las aves domésticas, resonó un estrépito en el corredor principal y en el mismo momento despertó maría Josefa lanzando gritos terribles y diciendo que alguien la tenía agarrada de los cabellos y la arrastraba por la pieza, dándole golpes. Imposible dar idea de la alarma y de la consternación que aquello produjo en todos los moradores de la hacienda.

María Josefa apreció por tierra en un rincón de la pieza, toda ella magullada, estropeada y con los cabellos en el mayor desorden. Nadie pensó en dormir y el alba del día siguiente sorprendió a la familia rezando trisagios sobre trisagios, quemando ramo bendito haciendo, en fin, cuanto la piedad sencilla aconseja en esos casos.

Con la claridad del día se disiparon un poco los temores y se atribuyó todo a una pesadilla de la muchacha; pero volvió la noche y entonces fue otro cantar. Iba ella para la cocina con un plato en la mano, y un ser invisible se lo arrojaba por tierra; se acercaba a la fuente que pasa muy cerca del comedor y alguien que no se veía, la hacía caer en el agua, empujándola, se abrigaba con el pañolón y la misma mano invisible la despojaba de él; iba a hablar y la cubrían la boca.

Era cosa de perder el juicio: pero así sucedía, y el caso se prolongó por más de ocho días. De robusta y sanota que era María Josefa, se convirtió en una momia, en tan corto tiempo. No podía comer, ni dormir, ni hacer oficio alguno; pero lo más curioso de todo era que la mano fatal permanecía asida de las hermosas trenzas de la muchacha y la sacudía la cabeza como cosa propia.

Al fin se decidió que la muchacha regresara a Buga, pues acaso el duende que la perseguía no extendería sus depredaciones más allá del G. al efecto, la llamaron a la madre para que la acompañara al regreso, y una madrugada emprendieron marcha hacia esta ciudad. Habrían caminado tres cuadras cuando de repente exclamó María Josefa: “Ay! Madre, se me quedó la maleta de mi costura”. “Ahí la tienes!” respondió una voz en el aire, y al punto cayó el lío a los pies de la joven. Un poco más adelante oyeron la misma voz que decía: “O me regalas el pelo antes de llegar al río Cauca, o te ahogo!”. “Madre de mi alma! Gritó María Josefa, este maldito pelo tiene la culpa de todo: córtemelo Ud. Y tíreselo a ese diablo!”.

No lo dijo dos veces. La madre sacó las tijeras, cortó temblando las hermosas trenzas y las arrojó a lo alto, en donde alguien las recibió, pues no volvieron a caer al suelo.

De ese momento, para adelante el duende desapareció y la joven no ha vuelto a sentirlo nunca. Indudablemente el secreto de la persecución del espíritu infernal estaba en los rizados y negros cabellos de la joven.

 

DE  COMO SE HIZO EVIDENTE EL FANTASMA DE LA “VACA NEGRA” (Por Vejete)

Corría el año de 1896. La ciudad era entonces una aldea, en donde, en cada cuadra podía recitarse, con exacto sentido descriptivo, el verso de García Lorca: “Se apagaron las farolas para encenderse los grillos”.

De uno a otro extremo del caserío corrían ociosas las vacas que solían fugarse de sus predios para gozar, como los hombres, de la fruición de las candilejas y la nostalgia de las noches claro-oscuras.

Era entonces los mozos amigos del nocturno vagar, que esto de irse de paseo tras el encanto de las horas tibias no ha sido costumbre exclusiva de este siglo como suele hacérnoslo creer los hombres de otra edad. Las abuelas siempre asustadizas, regañonas y beatas, con frecuencia aconsejaban a sus nietos alegres: “hijo no trasnoches que te va a salir la vaca negra”. Era una ficción envejecida que hasta la noche de mi cuento no había tenido tangibles realidad. Pero, es lo cierto que un sábado de farras se hizo evidente el fantástico adagio de la abuela: en una casa vieja, de reacio estilo colonial donde una clara estirpe castellana, arraigado había su hogar cristiano, portalón hecho para gentes grasosas, y cansadas, hubo  de colocarse, a la hora de la cena, una vaca perdida, negra y nerviosa. Y como del suceso nadie reparó en tiempo, el animal enchiquerado en el zaguán de piedra, esperaba que algún caritativo le diese puerta libre. Y ¡rara coincidencia! Al nieto alegrón y tunante, después de una noche agradable, hubo de tocarle abrir la puerta al fogoso animal. Frente a sus ojos espantados,  hecha carne movible la necia conseja de la abuela.

Fue así como se hizo evidente el fantasma de la “Vaca Negra”.

2Tomado de Anecdotario Curiosos acontecimientos en Guadalajara de Buga. Por María Gladys Azcárate Izquierdo. Boletín de divulgación de la Academia de Historia “Leonardo Tascón”  Volumen 1 Nº6. Julio de 1995